Antonio Fontan
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Presentación del libro "ANTONIO FONTÁN. UN HEROE DE LA LIBERTAD", de AGUSTÍN LÓPEZ KINDLER. (31/10/2013)
El pasado 29 de octubre de 2013 tuvo lugar, en la sede de la Asociación de la Prensa de Madrid, la presentación del libro de D. Agustín López Kindler "Antonio Fontán. Un heroe de l libertad".

En el acto intervinieron Dª Mª Luisa Ciriza Coscolí, Vicepresidenta de la Asociación de la Prensa de madrid; D. Miguel angel Garrido Gallardo, Editor de Nueva Revista; D. Arturo Moreno Garcerán, autor del libro "Antonio Fontán Pérez. El Espíritu de la política"; D. José Luís Moralejo Alvarez, Catedrático de Latín,y el autor del libro que se presentaba, D. Agustín López Kindler, Catedrático de Latín y Sacerdote.


INTERVENCIÓN DE Dª MARISA CIRIZA COSCOLÍN

Como vicepresidenta de la Asociación de la Prensa de Madrid, quiero dar la bienvenida a los amigos y biógrafos de Antonio Fontán que hoy presentan en nuestra sede un nuevo libro sobre su trayectoria humana y profesional.

Como miembro de la Comisión de Quejas y Deontología de la Federación de Asociaciones de la Prensa, hoy llamada Comisión de Arbitraje, quiero recordar con agradecimiento los años que él nos presidió impulsando la aplicación de nuestro Código Deontológico y de sus principios fundamentales de compromiso por la verdad, la libertad de información de los profesionales y el derecho de los ciudadanos a recibirla, así como el respeto por las personas de toda clase y condición a quienes afecte la labor de los periodistas. Fue generoso en su dedicación. Riguroso al estudiar los dictámenes. Y sencillo y templado a la hora de asumir colectivamente el resultado de las Resoluciones. Desde 2004, la Comisión de Arbitraje ha aprobado un elevado número de estas Resoluciones que en palabras del propio Fontán constituyen ya un archivo de jurisprudencia ética del periodismo.

También quiero recordar que a mediados de la década del 2000, siendo yo redactora de Televisión Española, me encargaron una serie de documentales cuyos primeros personajes habían de ser el propio Antonio Fontán, y el escritor Francisco Ayala. Con los dos habría de encontrarme, pasados unos años, en esta casa. Fontán todavía colaborando como lo que era, maestro de periodistas, y Ayala feliz de ir cumpliendo sus más de cien años entre periodistas que le reconocieron como socio de honor.

En aquel documental dieron su opinión sobre el Fontán periodista destacados colaboradores del Diario Madrid, que hoy veo entre nosotros, entre ellos, Miguel Angel Gozalo, Maria Antonia Estévez, Jesús Picatoste, Jose Vicente de Juan y Amando de Miguel. Entre todos, bajo la dirección de Fontán, escribieron una página de oro del periodismo español.



INTERVENCIÓN DE DON JOSÉ LUÍS MORALEJO ALVAREZ

PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE A. LÓPEZ KINDLER SOBRE ANTONIO FONTÁN. MADRID, ASOCIACIÓN DE LA PRENSA, 29.10.2013

Buenas tardes:
No es ésta mi primera intervención pública en un homenaje a don Antonio Fontán. Ya me cupo el honor de ofrecerle, en vivo y en directo, el volumen de estudios que, en 1992, sus colegas y discípulos le habíamos dedicado con motivo de su paso al venerable senado de los profesores eméritos de su Universidad Complutense; un paso forzado –todo hay que decirlo- por las medidas arbitristas y arbitrarias que lo jubilaron prematuramente al cumplir los 65 años, como a tantos otros maestros valiosos de aquella generación suya, la primera que había accedido a nuestra Universidad al término de la Guerra Civil. Más adelante, y dado que, según dije en la ocasión, como don Antonio “no nos dejaba descansar a sus colegas”, con la larga y sólida serie de trabajos y publicaciones que a su jubilación siguieron, también él me hizo el honor de pedirme que participara en la presentación pública de alguna de ellas. En fin, cuando ya lo habíamos perdido, tuve el de hablar en la sesión necrológica que le dedicó la Fundación Pastor de Estudios Clásicos, de cuyo Patronato, junto a él y gracias a él, formé parte a lo largo de unos años inolvidables.
Se me ha pedido que diga algo sobre la vertiente filológica de la polifacética personalidad de don Antonio; y es que se supone que ninguno de los que hoy nos sentamos en esta mesa nos bastaríamos por nosotros mismos para retratarla en su plenitud, al modo en que algunos de los maestros de la pintura barroca (como Philippe de Champagne en su retrato de Richelieu) nos retrataron a algunos personajes en una variedad de perspectivas o de poses –de frente, de perfil o en cierto escorzo-; aunque en gran medida sí lo ha logrado el libro que hoy presentamos, homenaje de auténtica pietas que nuestro querido Agustín ha hecho al recuerdo del común maestro. También sería él el más indicado, como latinista que es, para sacar adelante el cometido que a mí se me ha encomendado; pues, si es verdad que algo puedo decir yo sobre el Fontán filólogo, mucho más, y con más detalle podría decir y ha dicho y escrito nuestro autor de hoy, en cuanto decano de los discípulos académicos de don Antonio; y pienso, además de en su libro, en el ya citado volumen de homenaje, al que contribuyó con un censo, entonces forzosamente provisional, pero documentado, de aquella “manera amable” de entender la filología que el catedrático de Latín Antonio Fontán practicó a lo largo de toda su carrera. Con todo, repito, sí tengo algo que decir a ese respecto, en mi condición de latinista y de amigo de nuestro recordado maestro por más de medio siglo, desde mi primera juventud hasta casi las vísperas de mi jubilación, también honrada con el nombramiento como profesor emérito por mi Universidad de Alcalá. Y, según ya habrán visto, el propio Prof. López Kindler ha acudido en su libro a mi testimonio personal al respecto de algunos puntos de la vida académica de don Antonio.
Por de pronto, yo estimo que la carrera de Fontán nació en la filología; y no me refiero sólo a la amplia formación humana y humanística que, primero sus estudios con los buenos padres de la Compañía y luego su opción por los estudios clásicos, le proporcionaron desde muy pronto, sino y sobre todo, a su brillante éxito en las oposiciones a cátedras universitarias de Latín del año 1949, las primeras que se celebraban en la posguerra, en las cuales fue, y con clara diferencia, el más joven de los candidatos triunfadores. Y lo digo porque por entonces un catedrático era un catedrático; ingresaba en una minoría intelectual sobresaliente y socialmente reconocida, por mal pagada que estuviera. Aquellas oposiciones las conocí más tarde medianamente bien, pues mi padre formaba parte del tribunal que las juzgó, y todavía se conservan en nuestro archivo familiar las famosas libretillas que los funcionarios del Ministerio proporcionaban a los jueces para que anotaran, sólo con vistas a su personal juicio, las observaciones que estimaran pertinentes sobre las actuaciones de los concursantes. Fontán ya era por entonces un brillante discípulo de don José Vallejo, sevillano como él y catedrático de Filología Latina de la, a la sazón, Universidad de Madrid, sin más. Vallejo, hombre de parca aunque muy meditada escritura, era allí el maestro reconocido en la materia de “Explicación de Textos Latinos”: muchos años después, en Oviedo, mi amigo, colega y también maestro don Emilio Alarcos, el mayor lingüista español del siglo XX, me contaba que, cuando ya tenía decidida su orientación hacia la Filología Románica, seguía asistiendo por pura afición a las clases de textos de Vallejo, en las que coincidió con el también joven Fontán. Añadamos una nota más personal: en razón de su amistad, casi familiar, con Miguel Herrero, excelente catedrático de Instituto, don José acabó siendo padrino de bautismo de su hijo Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, amigo de don Antonio, amigo mío y creo que de unos cuantos de los aquí presentes.
Aunque me faltan detalles documentales al respecto, creo que, una vez catedrático de Filología Latina de la Universidad de Granada, la que le correspondió en sus oposiciones de 1949, se abrieron para Fontán nuevas perspectivas y exigencias que, en cierto modo, se nos lo llevaron del campo de los estudios clásicos. Por entonces, y supongo que de la mano de su admirado Rafael Calvo Serer, se acercó a los círculos monárquicos afectos a don Juan de Borbón, que en Estoril llegaría a ser el decano de los exiliados españoles. Por otra parte, al cabo de poco tiempo, el Opus Dei, al que venía perteneciendo desde su primera juventud, lo impulsó hacia las empresas periodísticas que todos conocemos y que tanto lustre público acabarían por dar a su figura; pero, repito, en mi opinión, fue su cátedra universitaria la que catapultó a Fontán hacia más altos y vistosos destinos.
No hará falta recordar sus años fundacionales en Pamplona, cuando puso en pie, además del Instituto de Periodismo, la Facultad de Filosofía y Letras del entonces Estudio General de Navarra, junto con un grupo de valiosos jóvenes profesores que a no mucho tardar obtuvieron merecidamente sus cátedras universitarias. De los de mis tiempos recordaré al filósofo Leonardo Polo, a los historiadores Vicente Cacho y Luis Miguel Enciso, al filólogo Fernando González Ollé, al historiador del arte José Rogelio Buendía y al geógrafo, algo más veterano, Alfredo Floristán, por entonces ya catedrático. A don Antonio lo auxiliaba en su tareas de Latín nuestro querido Agustín, que también accedería a la cátedra no mucho después. Y, desde luego, la influencia de don Antonio fue decisiva para que yo me decantara por cursar la especialidad de Filología Clásica, la de mi propio padre, lo que luego hice en las Universidades de Salamanca y de Madrid.
Tras no pocas idas y venidas de uno y otro, la rueda del tiempo hizo que don Antonio y yo nos reencontráramos en Madrid, como les pasa a tantos españoles. Por entonces él ya andaba embarcado en la ilusionada empresa del diario Madrid, de la que ninguna novedad podría yo contarles a Vds.
Ahora bien, también por entonces, y hablo del año 1969, ya estaba yo en la tarea de lograr una cátedra universitaria, aunque por vía del grado previo de Profesor Agregado, que por entonces se había establecido como reglamentario. Nuestro amigo Agustín titula uno de los epígrafes de su libro “Coaching by Fontán”, con referencia al período de elaboración de su tesis doctoral y de preparación de sus oposiciones. Yo, en la preparación de las mías, también tuve la suerte de disponer de esa ayuda que no todos los jóvenes profesores de entonces tenían: don Antonio me sirvió de coach: de entrenador y crítico de cámara. No poco de mi éxito en aquel trance se lo debo a él; y éste es el momento de reconocerlo una vez más y de agradecer la generosidad de aquel hombre dadivoso y hasta pródigo de su tiempo, del que no andaba muy sobrado en razón de sus empresas periodísticas y políticas (aunque él mismo decía por entonces que su actividad periodística era netamente política).
Ya años después del cierre y derribo del Madrid, vino la Transición, hoy tan poco apreciada por algunos, en la que Fontán accedió a las altas responsabilidades políticas que todos sabemos. Pero entretanto también había reemprendido su vida académica, primero como catedrático contratado en la Universidad Autónoma y luego, en virtud del preceptivo concurso, ya como numerario en la Complutense, en la que, como decíamos, fue prematuramente jubilado en 1988. Esos últimos años de su vida activa los pasó rodeado por el afecto de colegas, de iuniores y de nuevos discípulos, todos los cuales se sentían atraídos por su carácter humano y liberal, no menos que por su mucho saber, saber que había logrado mantener al día incluso en los tiempos en que más requerido estuvo por tareas ajenas a la filología. Me consta que por entonces leía con especial atención las revistas de nuestra especialidad dedicadas a las novedades bibliográficas, como la alemana Gnomon y la inglesa Classical Review.
La actividad de Fontán como latinista tuvo una orientación netamente filológica en el sentido estricto, y humanística, aunque con estimables incursiones en el terreno de la lingüística. Tal, por ejemplo, su estudio Historia y sistema de los demostrativos latinos, un clásico en su género, en el que supo combinar la buena base que tenía en el ámbito de la gramática histórica con una discreta atención a orientaciones por entonces nuevas como el estructuralismo. Sin embargo, como decía, sus trabajos se centraron primariamente en la filología propiamente dicha, ya en la historia literaria, ya en la de la tradición clásica. Dos fueron las grandes figuras antiguas a las que dedicó particular atención: la de Marco Tulio Cicerón y la de Lucio Anneo Séneca. Con uno y con otro, según ya he dicho y escrito alguna vez, guardaba Fontán semejanzas personales, pues uno y otro habían sido intelectuales en el más propio y moderno sentido de la palabra; a saber, hombres de libro, de estudio y pensamiento, pero notoriamente interesados e implicados en los acontecimientos políticos de sus respectivas épocas. Él gustaba de llamar publicista a su admirado Cicerón, del que, por cierto, nos dejó una hermosa biografía aún inédita, en la que subraya la dimensión pública y política que el padre de la oratoria romana quiso dar a toda su obra, incluidos sus tratados llamados filosóficos; y es que –algo muy romano- la filosofía de Cicerón fue una filosofía para la vida, no una empresa de mera especulación teórica. Pues bien, en una serie de publicaciones de cuyo detalle les haré gracia, Fontán se ocupó, y a fondo, de las diversas vertientes del legado ciceroniano: de la de la práctica oratoria forense y parlamentaria de sus Discursos, de la de la teoría retórica practicada en la elaboración de los mismos, de la del gran caudal de filosofía política, bien es verdad que de origen mayoritariamente griego, que de manera incansable impartió a lo largo de su vida. Pero ya se sabe que Cicerón, a la postre, con toda su sabiduría y su elocuencia, naufragó asido a los restos de su querida República romana en los procelosos años 40 a. C. Así lo cuenta Séneca, el otro gran amigo antiguo de Antonio Fontán.
En efecto, a la figura y obra del filósofo cordobés –digamos que un bético como era él mismo- dedicó otra serie de estudios, que van desde los más estrictamente filológicos, como los que tratan de la historia de su tradición manuscrita, hasta los que intentan hacernos ver cómo Séneca, en los duros tiempos del reinado de su descarriado discípulo Nerón, trató de atemperar sus excesos mientras pudo, e incluso de brindar al Estado romano una especie de sucedáneo de la constitución de la que carecía. En tal sentido iba su tratado De clementia, cuyo defecto innato era el de fiar la moderación necesaria ante todo poder absoluto en la buena disposición personal y en las virtudes del Príncipe, cosas de las que, como se sabe, no había lugar a hablar en el caso de Nerón.
Tanto Cicerón como Séneca acabaron malamente sus vidas a la par de sus compromisos políticos; según ya he dicho alguna vez, en la línea de las desafortunadas incursiones en ese campo del idealista Platón en su aventura siciliana al lado de Dionisio de Siracusa. Las de nuestro don Antonio, como también he dicho y escrito, tuvieron mejores resultados, y por ello tenemos que felicitarnos una vez más.
Otra importante faceta del trabajo filológico de Fontán es el centrado en torno a la figura y obra de Tito Livio, el más grande historiador de Roma. Siendo todavía un aprendiz de profesor, yo mismo tuve la oportunidad de echarle una mano en la tarea de su edición crítica y bilingüe de obra tan monumental, de la que, por desgracia, sólo llegó a ver la luz el primer volumen, en la acreditada colección Alma Mater. Espero que alguno de mis condiscípulos más jóvenes haya recogido la antorcha de tan noble empresa. Y también aquí añadiré una consideración de orden político: Livio escribió en los tiempos de la monarquía autocrática pero populista de Augusto, cuando las turbulencias del final de la República romana ya estaban apaciguadas; pero no por ello fue un historiador oficialista: mantuvo hasta el final su estima y admiración por el régimen que había convertido al de Roma en princeps terrarum populus, el principal pueblo del Orbe; pero también su independencia de juicio, especialmente en el tratamiento de los espinosos asuntos de las pasadas guerras civiles. Fontán, en la Introducción al volumen citado, nos hace ver cumplidamente aquella contradicción interna de la que Livio padecía: su reconocimiento de los bienes innegables de la Pax Augusta, frente a la añoranza de los tiempos en que Roma se regía por los ancestrales principios de la aequalitas y la libertas.
La obra de Séneca, y en especial sus Diálogos morales tuvo, ya en el umbral de la Edad Media, un curioso epígono del que yo mismo me ocupé en mi Tesina de Licenciatura, presentada en 1965 bajo la dirección del Prof. Sebastián Mariner, en la todavía Universidad de Madrid. Me refiero a san Martín Dumiense o de Braga, un advenedizo de la provincia de Panonia, entre las actuales Austria y Hungría, que instalado en la ya antigua Sede Bracarense, fue el apóstol de los suevos, a los que logró convertir del arrianismo años antes de que Recaredo promoviera la conversión del Reino Visigodo de Toledo.
Las incursiones de Fontán en el Medievo latino tuvieron otros vistosos frutos, entre los que destaca su Antología del Latín Medieval, elaborada en colaboración con su discípula Ana Moure, hoy catedrática de la Universidad Complutense, obra que actualmente es libro de texto de referencia en esa importante materia de nuestros estudios.
En fin, ya desde sus años jóvenes Fontán había dedicado su interés al estudio del Humanismo renacentista, una orientación que fue ganando cuerpo en el gremio clásico, y sobre todo a raíz de los magistrales estudios que debemos al Prof. Luis Gil. Lógicamente, la figura y obra de Nebrija y de otros humanistas de nuestro Siglo de Oro ocupó un lugar central en los trabajos de Fontán y en los de varios otros elaborados bajo su dirección o con su colaboración. Entre estos últimos se cuenta la edición, junto con nuestro colega el profesor polaco Jerzy Axer, de la copiosa correspondencia latina de Juan Dantisco, embajador del rey Segismundo de Polonia en la corte de Carlos V. Es una documentación del máximo interés el epistolario de ese polaco, que dejó en España una amplia estirpe, entre la que se cuentan el secretario de Felipe II Diego Gracián de Alderete y el P. Jerónimo Gracián, constante apoyo de Santa Teresa en sus aventuras reformadoras.
Antes de concluir, quisiera aludir al hecho de que varios de los profesores universitarios que nos consideramos discípulos de don Antonio no hicimos nuestro Doctorado bajo su dirección; en parte a causa del ritmo saltuario o desultorio –no sé qué latinismo emplear- que, por así decirlo, tuvo su carrera académica, pero también, o sobre todo, porque en razón de la amistad que de antaño teníamos con él, o de las sobrevenidas cuando él ya estaba en Madrid, los iuniores siempre encontramos en él al maestro y amigo dispuesto a ayudar en cuanto pudiera. Y no es que don Antonio pescara en aguas ajenas; al contrario, si se metió en ellas fue, ante y sobre todo, para procurar que algún amigo y compañero perdido tuviera el debido reconocimiento público, al menos póstumo: él fue quien nos animó y encabezó a un grupo de discípulos del Prof. Mariner para que tras su muerte le rindiéramos el homenaje de la publicación de sus hasta entonces dispersos Scripta Minora. Ninguna deuda especial tenía con él don Antonio Fontán, pero juzgaba como imperativo ese homenaje a un amigo sabio y ejemplo de hombría de bien. Su actuación fue, pues, un puro acto de pietas, similar en cierto modo al que nuestro amigo Agustín ha hecho con este libro.
Muchas gracias




INTERVENCIÓN DE DON ARTURO MORENO GARCERÁN

Muy Buenas tardes Sras. y Sres.: Quiero agradecer en primer lugar a los organizadores del acto José Ignacio Pélaez y a la editorial Rialp la invitación que me han hecho para participar en esta presentación. También a la Asociación de la Prensa en la persona de su Vicepresidenta María Luisa Ciriza por ser tan amables de abrirnos su casa y poder celebrar este acto en un sitio tan representativo.
El libro de Agustín López Kinder que presentamos hoy en Madrid constituye una nueva oportunidad de evocar la figura cabal de Don Antonio Fontán Pérez. No puedo dejar de elogiar el libro que hoy tenemos entre las manos, concienzudo riguroso y sagaz, resultado del encomiable trabajo de documentación que en el mismo se realiza, por alguien que mantuvo una amistad, sin interrupciones ni sobresaltos, desde 1959 hasta su fallecimiento el 14 de Enero de 2010. Gracias a la labor que realiza Antonio Fontán Meana al frente de la Fundación Marqués del Guadalcanal en las Navidades del 2010 muchos de los que aquí estamos pudimos leer en la estrena de ese año la rica correspondencia que ambos mantuvieron durante muchos años.
Hoy me gustaría destacar precisamente en este acto el valor que Don Antonio Fontán daba a la amistad y como nos honró con la misma a muchas de las personas que tuvimos la suerte de conocerle y tratarle continuadamente. Creo que su concepto de la amistad se refleja muy bien en las distintas facetas y fases de la vida de Agustín. Desde el latinista formado en la escudería Fontán con el objetivo de ser Catedrático de Latín al que Don Antonio dedicó su tiempo y prodigó sus enseñanzas o ya en la vertiente más personal en las encrucijadas, en los momentos decisivos que existen en la vida de cualquier persona y en los que Don Antonio, desprovisto de cualquier aurea de superioridad ( magisterio académico, o de edad (14 años de diferencia de edad ) derramaba su innata calidad humana prestándose, con humildad y sencillez, a dar un buen Consejo. Y lo daba después de una conversación rica en opciones o posibilidades. Y también y simplemente cuando estaba ahí, permanentemente dispuesto a manifestar el aprecio que podía sentir hacia esa persona dándole ánimos que a veces es lo único que necesitan las personas ante la dureza de la vida.
La amistad en definitiva que supera las prueba de las adversidades de la vida, la que permanece siempre porque sabe relativizar y sobrevivir al éxito (acuérdate de Kipling), la amistad que nunca deja de escuchar al otro, la que tiene más respuestas que preguntas, la que siempre acompaña, la que, como dijo el poeta, blinda y procura defender la alegría de los males endémicos y de los académicos, de las dulces infamias y los graves diagnósticos. La amistad que practica el que sabe consolar a los que a veces sólo buscan un sitio donde hacer pié no discutiendo sus razones ( argumento perfecto para desentenderse ), si no que se afanan prontamente por sostener y levantar al amigo y le devuelven otra vez en el camino de la esperanza. Nunca D. Antonio entendió la amistad, con cuentagotas, dosificada, como un cálculo táctico, alérgico al compromiso y con seguro a todo riesgo sino que supo preservar la esencia de la amistad su carácter gratuito, con entrega y altruismo. Porque Don Antonio era de esas personas capaces de mantener siempre en pié la esperanza.
Don Antonio nunca pretendió dar lecciones a nadie, ni juzgar a los que no pensaban como él.
En la larga correspondencia que mantuvieron durante años Antonio Fontán y Agustín López Kinder late con profundidad lo que podríamos llamar el verdadero sentido de la vida. Un sentido de la vida que en última instancia para Don Antonio se correspondía con la hondura de su fe cristiana, con la fortaleza de sus creencias religiosas y su consecuente materialización en obras, en el compromiso, en la entrega sin reservas hacia los demás. Hay un fondo de autenticidad en esta actitud. Él siempre pensó que la vida es un don de Dios, un regalo…. Y que se debía corresponder al milagro de la vida, de la existencia, con total intensidad.”Da lo que tienes, para que merezcas recibir lo que te falta “ decía San Agustín. Como todos Vds saben D. Antonio fue miembro del Opus Dei desde los 19 años hasta los 86 en que falleció.
López Kinder en su libro nos da a conocer hasta que punto era un gran amigo. Cuando fallece Florentino Pérez–Embid, su íntimo amigo sevillano con el que compartió tantas cosas, le envía una carta a López Kinder (30 Diciembre de 1974) en la que dice “Hay pocas personas cuya desaparición en vida mía, pueda llevarse consigo tanta parte de mí mismo “. Cada 23 de Diciembre y durante toda su vida Fontán recordó el aniversario de su fallecimiento y siempre honró su memoria.
Comó también honró la memoria de su buen amigo, con el que empezó a colaborar en Arbor en 1948, Rafael Calvo Serer. Fue a Londres en Junio del 2004 porque en un libro de Paul Preston, biógrafo de nuestro Rey, se vertían errores de información que afectaban al honor de Calvo. Paul Preston en la edición norteamericana corrigió esos errores. A Fontán nadie le tuvo que decir que fuera a reparar el honor dañado de su amigo.
Conforme a ello y como parte indisociable de su integridad personal, de su excelencia moral, adquirida a través de buenos y esforzados hábitos, debemos reconocerle, como un homenaje, el valor de la lealtad. Reluce en toda la trayectoria de Antonio el valor de la lealtad. Esta virtud, inherente al hombre bueno, que escucha a su conciencia y actúa con arreglo a sus más arraigadas convicciones morales. Ahora en tiempos de “huelga o apagón moral “, donde mucha gente parece tener la conciencia en nómina para evitar rendir cuentas consigo mismo y dejar esa tarea al contable, yo creo que resplandece la figura de un hombre leal y coherente.
La lealtad es la mayor de las valentías, la del que se atreve a ser fiel a sí mismo, la del que no se engaña ni se hace trampas y también del que persiste, en los días luminosos y en los borrascosos, en la línea recta del camino más difícil. Decía Aristóteles que “la victoria más dura es la victoria sobre uno mismo “Y Montaigne, el gran pensador francés en sus Relatos, dijo que el arte más grande de todos consiste en seguir siendo uno mismo. A eso sólo se llega con constancia e integridad moral como hizo Fontán. Como dijo Mario de Benedetti: “Está la dignidad de los leales / aquellos que en las buenas y en las malas / en tiempos de revés y en los triunfos / no cambian sus raíces por la olas. La dignidad que siempre sale ilesa / del tumulto, la trampa y el cortejo”.

Guillermo Luca de Tena cuando se le otorgó el Premio de Periodismo Calvo Serer dijo de él que siempre fue un hombre leal y fiel porque en todo momento supo asumir el compromiso de defender en lo que creía y en quién creía. La lealtad – dijo- “Es el cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad, las del honor y hombría de bien; y también fidelidad a la observancia de la Fe que uno debe al otro “. Ese hombre leal que curtió su carácter en la obediencia, virtud que practicó desde niño en la familia y en la escuela con sus maestros y también en la Universidad, en el Opus Dei y en la política etc.
No deja a uno indiferente el poder comprobar como un intelectual como sin duda era Antonio Fontán y por lo tanto acostumbrado a ejercer el espíritu crítico, seña de identidad de el progreso y la libertad en Occidente, estuviera siempre dispuesto a aprender, en vez de creerse que era un niño prodigio y que lo sabía todo, y también dispuesto a escuchar. Como más tarde veremos Don Antonio a lo largo de su vida se dedicó a dos cosas, que a veces ahora se echan en falta, pensar y escuchar. Dos facultades por cierto no son antitéticas sino que se recomienda por ser altamente saludables ejercer simultáneamente.
Yo creo que muchos de los que conocimos siendo jóvenes a Don Antonio Fontán coincidimos en valorar muy especialmente que enseñaba a pensar y lo hacía de forma bastante imperceptible a través de la conversación que él dirigía procurando incorporar en las conclusiones u argumentos finales alguna de las aportaciones que las personas reunidas en torno a él podían hacer. Fontán enseñaba a dialogar con el contorno, él como subraya López – kínder, tenía una enorme capacidad de analizar los contextos. Además de forma didáctica y pedagógica, era un maestro en utilizar el tono y el tacto, que alguien dijo que es la inteligencia del corazón, y sabía conducir y retener la reflexión en los argumentos más convincentes.
Independientemente de las actividades profesionales que desplegó, creando escuela por allí donde pasó, en última instancia y por lo que será especialmente recordado es por la dedicación que tuvo a la tarea de capacitar hombres libres. Capaces de deliberar y decidir de manera conveniente. Porque Fontán, quería personas que tuviesen opiniones bien fundadas, libres y comprometidas. Naturalmente que le gustaba que le se tratara con el respeto que se merecía pero no quería aduladores. Porque como dijo Aristóteles “Todos los aduladores son mercenarios y todos los hombres de bajo espíritu son aduladores “. De todos es conocida su finura de espíritu, tanto en la atención al otro como en la búsqueda de la verdad. Esa verdad, que como dijo Cicerón, se corrompe tanto por la mentira como por el silencio.
Aunque ponderaba el éxito y se enorgullecía del éxito de amigos y discípulos, el siempre quiso formar hombres de valor, el éxito vendría después como una atenta recompensa de la vida al trabajo y al conocimiento adquirido. Siempre tuvo un respeto celestial por la vida humana, por la vida de los otros, por todas las potencias esenciales que encierra la vida de una persona y que hay, a pesar de errores, aciertos y buenos o malos pasos, proteger, en ocasiones corregir con afecto, y siempre estimular impidiendo que se malogre.
Una evocación íntegra de la figura de Antonio Fontán no puede pasar por alto otras tres características definitorias de su personalidad y de su carácter como son : La constancia y la coherencia y la responsabilidad ( o el sentido del deber ).
Desde esa personalidad que tenía descrita por su amigo Juan Bautista Torelló como “poliédrica pero sin aristas “Fontán ejerció la polypragmasia que como bien dice López –kinder se corresponde con la actitud de intelectual que se implica en aspectos de distinta índole, porque nada de lo humano le resulta ajeno. Es bien conocido el conjunto de actividades que desplegó a lo largo de su vida en los ámbitos universitario, periodístico o en la propia política y que tenían como hilo conductor, en sus propias palabras, la Comunicación política.
La constancia, no es ajena a un sentido elevado y transcendente de la vida humana, del que como dije antes piensa que la vida es un regalo de Dios (en alguna carta Fontán así se lo dice a Agustín) y debiéndose corresponder al mismo con esfuerzo máximo, laboriosidad encomiable, entrega a los demás y búsqueda de la verdad y el bien por todos los caminos.
La tenacidad, la perseverancia que siempre mantuvo Fontán en todos sus proyectos, objetivos y metas son fiel exponente de su firmeza de carácter y de la hondura de sus convicciones. Nunca tiraba la toalla, nunca se quejaba (“la queja te desmerece “ decía Gracián ) aunque sus amigos muchas veces podíamos ver como padecía cuando se llevaba un disgusto casi siempre por algo que le había pasado a alguien al que quería. Indudablemente su constancia, necesitaba también de esa serenidad de ánimo que siempre le acompañó, manifestación inminente de su sabiduría. El hombre paciente y abnegado que durante muchos años en medio del desierto no cejó en su lucha por ser mejor, por dar más, por contribuir con sus actos y con la altura de sus propósitos a la inmarchitable esperanza de una España democrática indefectiblemente vinculada a la Restauración Monárquica.
Obstinación (Víctor Hugo decía que el secreto de los grandes corazones se encierra en esta palabra) y entrega solía recetar especialmente cuando arreciaban las dificultades. Nunca le vi rendirse. A sus amigos más jóvenes a parte de la transmisión de conocimientos, de la ejemplaridad de su vida, de su limpia coherencia donde siempre encajaron sin fricciones sus actos con sus pensamientos y de su mayestático sentido del deber ( todo ello tan admirable ) nos legó sobre todo el testimonio del hombre resistente ( “ Soporta y resiste. Ese esfuerzo te será vital algún día “ decía Ovidio). El hombre incansable, el hombre que nunca renegó ni de sus ideas, ni de sus convicciones más profundas, ni renunció nunca a la esperanza. Mario Benedetti lo dijo mejor de lo que yo pueda expresar “No te rindas que la vida es eso / continuar el viaje / perseguir tus sueños / Destrabar el tiempo / correr los escombros y destapar el cielo. No te rindas, por favor no cedas / Aunque el frío queme / Aunque el miedo muerda / Aunque el sol se esconda y se calle el viento/ Aún hay fuego en tu alma / Aún hay vida en tus sueños. “
Estas cualidades y otras asociadas se fueron poco a poco perfilándose y afianzándose por su nivel de exigencia personal (“Uno solo se debe comparar consigo mismo “ ), por su disciplina en el estudio que tuvo como fruto la extensión de su cultura, una preparación intelectual generadora de experiencias y saberes diferentes. Como bien precisa López- Kinder su estoicismo – serenidad y templaza ante las adversidades – está condicionado y superado por el valor superior de su compromiso cristiano que conoce y acepta el sentido del sufrimiento. Por eso siempre fue tan apreciable su dignidad personal, su pulcritud moral, la manifiesta coherencia de su vida y la desinteresada generosidad con los demás. La virtud romana de la Gravitas aplomo y determinación en el ejercicio del deber tuvieron en él un dignísimo exponente. La solvencia de su criterio sobre diferentes temas debía tenerse muy en cuenta. Su autoritas, en definitiva, es el resultado de todos estos factores que estamos analizando.
Cuando yo le conocí en la postrimerías de los 70, uno poco a poco se iba dando cuenta de que escuchándole y a la vez haciéndote partícipe de la conversación, te estaba enseñando a abordar con rigor y honestidad intelectual las causas de los problemas y la pluralidad de efectos que se podrían producir según la decisión que se adoptara. Todo ello constituía un ejercicio intelectual apreciable pero sobre todo significaba un ejercicio moral sin concesiones en la búsqueda de la verdad. Definitivamente estaba uno ante un auténtico Maestro. Recuerdo a veces como iba saltando a trompicones de un pensamiento a otro sin cerrar las frases y esto era sin duda por la extensión de conocimientos que tenía, porque el sabio duda, mira con distancia (el derecho a la distancia es libertad política) y amplitud los asuntos que aborda, con el escepticismo propio de los intelectuales. En su caso no descreído sino entusiasta y fructífero. Creo que fue una constante en su vida su gusto por el debate, por la conversación clarificadora, argumentando con fundadas razones y el tono adecuado, escuchando con atención la opinión de los demás (tenía el sentido de la conciencia del otro) procurando integrarlas en las soluciones en lo que estas pudieran tener de razonables.
Evidentemente sin propiciar el debate la política se empobrece. Sin debate, las ideas o no se producen o no se encauzan y esta se convierte en un mero mecanismo de administración, obtención o detentación del poder cuyo resultado suele ser la falta de vitalidad, de pulso del país. Por eso hay que reclamar el derecho a debatir. Las ideas y la ilusión por llevarlas a cabo, son las que siempre han movido al mundo, haciéndole cambiar y progresar. En la creación de valor las ideas deben tener el adecuado reconocimiento y su correspondiente retribución social por su potencial transformador.
Bien me quedaría, después de estas pinceladas sobre la figura de D. Antonio. Hablar un poco de lo que yo más conozco que es su concepción política. El despertar temprano de su conciencia política, es fiel reflejo de su conciencia moral es decir de un fuerte sentimiento nacional y patriótico que surge del pleno conocimiento de la realidad histórica española que le tocó vivir y una activa y noble disposición de trabajar en la mejora del porvenir nacional.
Nace esta de una vocación y de una voluntad de servicio a los intereses permanentes de la Nación, de contribución al Bien Común. La responsabilidad moral, que empuja a actuar, fue el fundamento de su acción política y el sustrato de su patriotismo. En la encrucijada histórica que le tocó vivir la Política representó un ejercicio de ciudadanía, un compromiso inderogable con el futuro de España, una voluntad firme y compartida de superación nacional. Esta vocación estaba plenamente influenciada en su raíz humanística más honda, en los valores de la cultura greco- latina que es la que ha conformado la Civilización Occidental. Creo que en las estrenas con las que nos obsequiaba en Navidad, siempre había un sutil recordatorio de que somos herederos de una tradición secular, donde el cristianismo tiene un papel decisivo, que no podemos olvidar, ni traicionar.
El siempre pensó y creyó que es el relevo generacional encarnado en personas libres y responsables es lo que garantiza la continuidad y el progreso nacional. “Los españoles, cada uno de nosotros –solía decir – somos continuadores del legado moral y político que hemos recibido de nuestros antepasados: España es su historia y su futuro. Tenemos el deber de honrarlo y transmitir esos valores históricos acrecentados a nuestros descendientes “.
Las raíces de su vocación política son humanísticas y están imbuidas por la filosofía cristiana, que cree en la moderación como método, en la dignidad de la voluntad humana y su derecho de ejercerse libremente así como en los derechos permanentes que emanan de una concepción cristiana del hombre y de la vida, sin confesionalidades ni coacciones religiosas o laicistas. Las motivaciones que le impulsan al compromiso político son dos: 1 La defensa del Catolicismo que prendió con fuerza desde su niñez y durante su adolescencia. Los detalles ya se conocen y están en el libro. Pero esta fidelidad a la religión católica significó siempre “una certidumbre sobre el sentido último de sus actos. Aunque en sus escritos deja muy claro que creía en la “Autonomía de la Política “ “Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios “.2. La fidelidad monárquica adquirida en el seno de su familia y de la que a lo largo de su vida fue un ejemplar y leal servidor.
Fontán ponderaba la significación de la Monarquía como la continuidad de los españoles con su historia ya que todo el proceso de formación de la Nación, salvo breves y desastrosos períodos de tiempo, ha ido acompañado por la Monarquía española. Esta debía ser la piedra angular del proceso de reconstrucción de la Nación sobre la que había que impulsar un proyecto de reconciliación, de unidad nacional y de modernización.
Como bien documenta López-kinder Desde la primera vez que vió a D. Juan en el verano de 1930 en Cádiz, cuando Fontán tenía 7 años, hasta el final de su vida en muy diversos servicios prestados es justo ponderar la aportación de Fontán a la Monarquía. Ya sea como miembro del Consejo Privado de D. Juan, o como miembro de la Comisión de estudios del Príncipe Don Juan Carlos, realizó multitud de servicios mayores y menores. En el libro de López –Kinder se reproduce lo que Fontán ya había contado en su estrena de 1993, cuando a través de Chimo Muñoz–Peirats, le llega el mensaje de que viaje a París porque D. Juan quiere verle. El 27 de noviembre de 1975 llega a París y un día después D. Juan le encomienda que transmita a su hijo, el Rey, lo antes posible y sin testigos que Él, Don Juan había decidido abdicar a su favor, transfiriéndole los derechos históricos de los que era depositario y la jefatura de la dinastía. La formalización de la renuncia tuvo lugar el 14 de Mayo de 1977 en un sencillo acto familiar en la Zarzuela. Don Juan tuvo la satisfacción de ver como las tareas políticas enunciadas en el Manifiesto de Lausanne de 1945 estaban ya en plena ejecución política. Todos estos servicios prestados son reconocidos el 11de julio del 2008, a través de un Real – Decreto, se le concede el título de Marqués de Guadalcanal subrayándose su destacada trayectoria en los tres campos profesionales donde fijó su actividad así como por su generoso espíritu de servicio público.
Bien Fontán a lo largo de toda su vida es leal a los valores que motivaron su vocación política y que convergen en el objetivo de una España democrática y moderna respetuosa con sus tradiciones y su historia. Cuando en 1990 funda la Nueva Revista en lo que podríamos denominar manifiesto fundacional dice que los valores que fundamentan la publicación son: el humanismo cristiano, el liberalismo político y el patriotismo español.
Es de sobra conocida la trayectoria política de Antonio Fontán, Fundador junto a Joaquín Garrigues y otros amigos de la F.P. D. L, la Presidencia del Senado en la legislatura Constituyente. O su paso por el Ministerio de Administración Territorial y su baldío intento de rehabilitar los Estatutos de Autonomía vigentes en la II República de las Comunidades históricas lo cual probablemente hubiera evitado el brebaje del café para todos y fortalecido el pacto fundacional de la democracia. Siempre mantuvo una actitud abierta, la mano tendida para intentar integrar las diferencias. Pero vamos esta reflexión pertenece ya al género de la ficción.
La verdadera realidad – como siempre decía Fontán - es que existe una Nación, una Comunidad de vida, con una Historia compartida y una Cultura Común en la que nos reconocemos. Una Nación que en su propia morfología es plural, forjada a través de la convivencia, pero también en los éxitos y en los fracasos, en luchas y en tensiones históricas. Como bien dijo Ignacio Camacho en un brillante artículo el 12 de octubre en el AbC titulado “La energía de las Naciones “.” Una Nación no se inventa en un arrebato ni se destruye en un delirio porque hay fuerzas que la sujetan según la ley de gravitación histórica. Quizás el gran error del secesionismo catalán sea el de minusvalorar la energía telúrica que cohesiona la Nación española “.
Tuvo como cualquier Reformista ilustrado “La pasión por lo posible “, siendo siempre un político responsable, razonable y realista. Como dijo Stefan Zweig “La primera muestra de una vocación política es, en todo tiempo, que un hombre renuncie desde el principio a exigir aquello que es inalcanzable para él “. Creo que todos los presentes pensamos en varias personas que deberían aplicarse estas palabras salvo que estén en política para engañar y hacer daño. Como todos Vds saben Oscar Wilde dijo que un cínico es aquel que sabe el precio de todo y el valor de nada.
Pero por encima de que Antonio Fontán jugará un papel importante en la Transición creo que no deberíamos olvidar su estilo político. Esa forma de entender la política y de actuar en consecuencia como una actividad constructiva, positiva y responsable que debe perseguir mejorar la sociedad, servir a los intereses nacionales, encontrar soluciones a los problemas y no multiplicar estos. Por ello procuraba no utilizar el crónico lenguaje político divisorio, por su tendencia a perpetuarse y anclarse en lo irrelevante, encrespando las relaciones políticas y desviándose de los verdaderos problemas.
De su conocimiento de la historia, cuya comprensión la entendió como un vehículo para practicar la concordia y no el enfrentamiento, y de la amplitud de sus reflexiones políticas siempre pensó y así lo propuso que eran necesarios tres grandes Pactos para que la Transición tuviera éxito: el político entre la derecha y la izquierda, el Pacto Social (Pactos de la Moncloa) y el Pacto entre el Estado y las Regiones.
En la generación de la Transición, de la que Fontán es una figura emblemática, latía una determinación cívica de estar a la altura de lo que España necesitaba, de cauterizar heridas y no abrirlas, de dejar atrás la homilía de la resignación, aportando a la Nación lo mejor de cada uno.
La generación de la Transición tuvo el coraje y la firmeza política para desde el patriotismo desinteresado y comprometido, desdeñando el rencor y la ira, sin mirar atrás, sumando y no excluyendo, fortalecer los valores de la reconciliación y del entendimiento, y establecer así unas bases políticas compartidas que afianzasen la democracia.
Esa actitud política hacia entendimiento, no significa una renuncia a las ideas propias sino una predisposición pragmática e inteligente a que el debate político (cuya seriedad se basa en partir, continuar y concluir en la realidad y no en quimeras ni en invenciones), debiendo estar fundamentado (el debate) en el diálogo político y la argumentación convincente, para clarificar las posiciones políticas y además que las conclusiones del mismo sean fructíferas. No es nada más ni menos que el ejercicio de la responsabilidad política que descansa en un firme compromiso moral con la Nación. Porque en definitiva, como dijo Maimónides en su Guía de Perplejos “El entendimiento constituye el verdadero fondo de nuestro ser, la parte inmortal del Hombre “.
Por estas y por otras razones, contenidas en el libro de López–Kinder, Fontán merece el reconocimiento público que está teniendo. Como bien dice López – Kinder en su libro “Con ser muchas, variadas y sobresalientes, sus aportaciones al periodismo, a la política o a la Universidad, la principal obra de Fontán es el ejemplo de su vida. Dice López – kínder porque su trayectoria es rectilínea y coherente, porque ha sabido fundir tres profesiones enriqueciéndose mutuamente. Por poner un ejemplo, su posición liberal y tolerante nace del conocimiento profunda de la historia y de los hombres de la Roma clásica. Pero sobre todo – dice López – Kinder y aquí radica el mayor mérito de su trabajo – Antonio Fontán es un ejemplo a seguir por su esfuerzo en hacer comprensible al hombre de hoy el mensaje del mundo antiguo.
Suscribo plenamente esas palabras y añado que su esfuerzo siempre contó con su buen ánimo, con la limpieza y buena fe que puso en todos sus proyectos. Como dejó escrito Baltasar Gracián “fuerte es la verdad, Valente la razón, poderosa la justicia pero sin el buen ánimo todo se desluce así como con él todo se adelanta.
La naturaleza de su patriotismo, liberal y español, es rico en obras y en nobles empeños. Su patriotismo adquiere pleno sentido como forma de superar el pesimismo, la conciencia de decadencia que durante los años posteriores a la guerra se había instalado en la sociedad española. Es leal con el legado histórico y moral recibido de generaciones anteriores (quiero recordar la importancia que daba a la Constitución de Cádiz de 1812 donde se proclama el Principio de la soberanía nacional y proyectado, ese patriotismo, a un futuro mejor, a una esperanza nacional compartida. Fontán como Ortega era liberal por español. El patriotismo de Fontán, es fiel reflejo de la coherencia de su vida, el del quehacer diario, la obra bien hecha, el rigor del realismo que encauza el debate político, la tarea propia sumada al esfuerzo común que contribuya a mejorar el porvenir nacional y reorganizar la esperanza española.
Para todo ello se necesitaba fortaleza moral y un sentido elevado y transcendente de la existencia. Tuvo el valor y el coraje para comprometerse sin vacilaciones con los anhelos nacionales. Tenía eso que llamaba Julián Marías un “ilimitado entusiasmo lúcido por España“Creo que D. Antonio Fontán fue un verdadero patriota toda su vida, un buen español, un español ejemplar como acreditan sus obras y la incombustible esperanza, que siempre mantuvo, de contribuir, a legar una España a la altura de su mejor historia.



INTERVENCIÓN DE DON AGUSTÍN LÓPEZ KINDLER

UN PROFESIONAL DEL SÍ

Debo comenzar estas palabras manifestando mi agradecimiento a los organizadores de este acto. Ante todo a José Ignacio Peláez, el alma de toda la coordinación de local, fecha, participantes y de la información que ha hecho posible nuestro encuentro de hoy. A la Asociación de la Prensa de Madrid, representada por su Vicepresidenta María Luisa Ciriza, que no se ha limitado a dedicarnos este tiempo, sino que ha tenido la amabilidad de aludir a la positiva actividad de nuestro protagonista de hoy, Antonio Fontán, en la Comisión de Deontología de esta entidad. Doy las gracias también a la Universidad de la Rioja y a su rector José María Vázquez; a su promotor, Miguel Arrufat, no solo por la continuidad que ha brindado a la Nueva Revista, sino por su generoso patrocinio al cóctel de este evento; y a Miguel Angel Garrido, Editor de Nueva Revista, presente y guía de este acto con tan acertadas palabras. Estaría de más abundar en la expresión de mi reconocimiento a Arturo Moreno y a José Luis Moralejo por su disponibilidad para sumarse a este acto de presentación de mi semblanza, que no ha querido ser otra cosa más que un homenaje a quien fue nuestro maestro en tantos aspectos de las tareas a las que cada uno ha dedicado su vida, ya sea la política, la filología clásica o, como es mi caso, la cura de almas. Esta última afirmación exigiría un largo comentario, que no voy ya hacer, pero créanme que no es para nada gratuita.
Quiero dar a ustedes en estos minutos una explicación sobre dos puntos centrales para entender este libro: el móvil que me ha llevado a escribirlo y la estructura sus páginas.
Para abordar el primero dejo de lado la circunstancia venturosa de que la editorial Rialp me animó a emprender esa tarea, detalle que ya de por sí es de agradecer en los tiempos que corren, y la deuda de piedad que contraje con el maestro a lo largo de los años –más de medio siglo- de continuo aprendizaje ante su ejemplo.
La razón que me ha impulsado a redactar este texto ha sido una sola palabra, corta, un adverbio que deberíamos aprender todos a pronunciar más a menudo, porque nos liberaría de muchos desencantos y nos haría mejores personas: esa palabra es SÍ. Las páginas que hojeo ahora en mis manos podrían haberse titulado perfectamente, Antonio Fontán: un profesional del sí.
Ante todo, un profesional porque todo lo que emprendió en su larga vida lo hizo en serio, nunca como un juego; no como un aficionado, sino como un experto, aunque tuviera que inventárselo, porque no contaba con precedentes de ningún tipo. Esto vale para muchas de sus empresas periodísticas, así como para buena parte de sus actividades docentes y no digamos nada para las políticas que emprendió en un país que tenía que recomenzar por el abecedario de la democracia. No hay un capítulo en su biografía en el que no haya habido una adhesión incondicional por su parte a lo que se esperaba de él.
Dijo que sí en primer lugar a desempeñar las funciones de gobierno que el Fundador del Opus Dei, san Josemaría, le encomendó desde muy joven: la prefectura de estudios y la dirección del centro situado en la calle Villanueva donde vivían los numerarios de la primera hora. Antonio contaba a la sazón veintitrés y veinticuatro años respectivamente.
Dijo que sí con el correr de los años, muy pocos, a los promotores de la revista la Actualidad Española, la primera de las empresas periodísticas en las que intervino, para asumir su dirección con gran espíritu de iniciativa, a pesar de que no era el tipo de publicación que se habría prestado más fácilmente a su formación intelectual y a sus preferencias como comunicador. Dijo que sí a Nuestro Tiempo, después de haber tenido la dura experiencia de Arbor, que fue su bautismo de fuego en una revista cultural. Dijo que sí al Instituto de Periodismo de Navarra, que tenía que ser inventado. Dijo que sí al decanato de la Facultad de Letras de Pamplona, que a la sazón era un liceo cualificado y había que convertir en un centro universitario. Dijo que sí a la dirección del diario Madrid, una empresa que fácilmente se podía intuir que equivalía a un misión imposible. Dijo que sí a la Presidencia del Senado, cuando se trataba de encauzar los primeros pasos de una vida democrática, durante decenios adormecida en este país, y participar de manera activa en la redacción de la que él mismo denominó Constitución del Consenso. Accedió a asumir la cartera ministerial más arriesgada y devoradora de hombres en los primeros pasos de la transición política: la de la Administración regional.
Y esta actitud la mantuvo hasta el final de su vida, cuando ya superada la barrera de los ochenta octubres, un buen día de marzo del 2007, el entonces responsable del departamento de Estudios en la Comisión Regional del Opus Dei en España, recabó su colaboración para elaborar un guión formativo sobre la mentalidad laical, uno de los pilares sobre los que se basa el espíritu que encarnó San Josemaría y predicó a todos sus hijos espirituales. Antonio tenía ya 83 años y un haz entero de razones para declinar ese encargo, por más que le resultara atractivo, puesto que lo había incorporado a su extensa e intensa actividad cívica.
Todo lo contrario: el 1 de abril de ese mes contesta a Emilio Nadal (q. e. p. d):

«Querido Emilio: Acepto. Dime el plazo. Yo no sé mucho de hacer guiones, sino más bien ensayos o artículos. Creo tener, igual que tu, cierta idea de lo que entendía San Josemaría por mentalidad laical. Toda mi vida ha sido un torpe intento de vivirla. Bibliografía de verdad, fuera de San Josemaría y los Evangelios –tal como él los leía- y algo de los primeros cristianos, no hay. Es una de las divinas genialidades de nuestro Padre. Hasta lo que hay de eso en el Concilio parece tener algo que ver con lo que él estaba predicando y haciendo…
Ya me dirás para cuándo lo quieres. No será tan bueno como merece el asunto. Pero procuraré que no discrepe mucho».
Y el día 5 le entrega un escrito seguido de nueve folios mecanografiados a un espacio. Y esa actitud la mantuvo en todos los órdenes de su vida. Con frecuencia en sus cartas de los últimos años me manifestaba que la atención a las personas que le buscaban, pidiendo consejo y consuelo, le ocupaba cada día la mayor parte de su tiempo. Y él mismo daba razón de este fenómeno: “digo a todos y a todo que sí. La gente lo sabe y me busca”. Por eso decía antes que si imitáramos su ejemplo, todos seríamos mejores personas.
No sería honrado de mi parte silenciar a estas alturas al menos dos pasos de su vida, en los que dijo NO. Los dos tienen que ver con la política. El primero sucedió en 1965, cuando el entonces ministro de Educación y Ciencia don Manuel Lora Tamayo, le propuso ocupar la cátedra de Latín de la Universidad de Madrid, que había quedado libre tras la sanción a Agustín García Calvo. Adujo tres motivos para su negativa: 1. Que él había optado por oposición un año antes a ese puesto, no lo había logrado en buena lid, y no quería llegar a esa meta por esa vía. 2. Que tenía una posición política y pública al lado de don Juan de Borbón y no se iba a dejar envolver en semejante maniobra para arreglarle las cosas al régimen. 3. Que siendo él un notorio miembro del Opus Dei, no quería que cundiera la especie de que la gente de la Obra se aprovechara de la persecución ajena, aunque fuera justa.
Tampoco accedió a formar parte de la grotesca –tanto por su nombre, como sobre todo por su composición- Platajunta en los años agónicos del franquismo, por más que esa negativa le hizo sufrir porque se lo propuso Rafael Calvo Serer y le costaba disentir de su amigo en ese punto. Pero Antonio era hombre de principios y en esa operación estaba en juego uno con el que no quiso transigir.
Para el segundo aspecto de mi intervención –la estructura del libro- he partido de una lección aprendida en el estudio de la Patrística. Los grandes exégetas del libro de los libros, la Biblia, han visto desde el inicio –la escuela de Alejandría con Clemente y Orígenes a la cabeza, los grandes Padres de la iglesia oriental, seguidos de Ambrosio, Jerónimo y Agustín- que la recta interpretación de la palabra de Dios no puede quedarse en la letra, sino que necesita el complemento de la allegoria. Esta convicción parte de la clara conciencia de que Dios habla tanto en un sentido recto, literal, como también de un modo figurado.
De ahí ha surgido la idea de aplicar a la semblanza de Antonio Fontán la imagen del árbol, tan tradicional en la Sagrada Escritura. Esa metáfora para describir la vida de todo hombre aparece ya en el primer poema del libro de los salmos, en el que se dice: Beatus uir qui non abiit in consilio impiorum et in uia peccatorum non stetit… sed in lege Domini uoluntas eius et in lege eius meditabitur die ac nocte. Et erit tamquam lignum, quod plantatus est secus decursus aquarum, quod fructum suum dabit in tempore suo, et folium eius non defluet et omnia quaecumque faciet prosperabuntur “Dichoso el hombre… que se complace en la Ley del Señor y noche y día la medita… Será como un árbol plantado al borde del curso de las aguas, que da fruto a su tiempo y no se marchitan sus hojas…”
Ese ha sido el primer paso que condicionó el esquema de toda la semblanza. Mi interpretación de Antonio Fontán ha consistido en imaginármelo como un árbol que, a partir de unas raíces bien definidas, fue creciendo vigoroso en el transcurso de los largos años que pasó en este mundo, y sucesivamente se desarrolló, se abrió en ramas fecundas y produjo hojas, flores y frutos, algunos de los cuales he descrito en estas páginas, consciente de que no son definitivos: es más, deseando que de una parte haya otros libros que sigan dando a conocer su vida y su obra, y de otra que el árbol se mantenga vivo gracias a los esfuerzos de la fundación Marqués de Guadalcanal.
El plan de la obra me impuso dejar para el final la clave de todo lo que hizo, lo que he denominado la savia: su fe cristiana, su convicción de que estaba llamado a “poner a Cristo en la cumbre de sus actividades”, con mentalidad laical, siendo amigo de todos, sumando, queriendo a todos, viviendo la caridad, sostenido por la oración que hacía y la santa Misa que visitaba a diario y que le impulsaban a buscar a Dios y a santificarse en el trabajo bien hecho y en la convivencia con todos. En una palabra, su vocación cristiana al Opus Dei, por la que paso de puntillas en la primera parte de la obra, porque debía reservarla para el capítulo final.
El árbol con el que simbolizo a Antonio Fontán no ha vivido ningún trauma, ningún injerto, ni siquiera una poda. No ha tenido ninguna experiencia como la de Pablo en el camino de Damasco, mucho menos una iluminación como la de Juliano el Apóstata en la fortaleza de Macellum. Sufrió, eso sí, una tormenta muy aparatosa, pero duró poco y se redujo a una anécdota que, eso sí, le hizo mundialmente famoso. Pero no tuvo que cambiar su chaqueta ni mucho menos sus convicciones, sino mantener el rumbo de su viaje.
Esta imagen del árbol, tan bíblica como ajustada a su caso, podrá gustar o disgustar a algunos, incluso parecer cursi, pero no me cabe duda de que, a medida que avancen en la lectura de estas páginas, comprenderán cada vez mejor lo adecuada que resulta a su biografía.
Las raíces de Antonio están localizadas en Sevilla. Allí pasó su infancia y adolescencia, los primeros dieciocho años de su vida, al fin de los cuales se puede decir que echó raíces – familia, amigos, sevillanismo, fe heredada y vivida, monarquismo- a las que no renunciaría de por vida. En la Sevilla que le vio nacer se pusieron las bases para lo que serán, primero sus aficiones y más tarde sus profesiones. A ellas volverá una y otra vez durante el resto de su vida.
Con este bagaje aterriza Antonio en Madrid en octubre de 1942, bien asentadas esas raíces que pronto pujarán para dar paso, en los siete años siguientes, al tallo de su profesión inicial, la Altertumswissenschaft, hasta alcanzar la meta de la cátedra en la Universidad de Granada el 6 de diciembre de 1949. Son años, de los diecinueve a los veintiséis, en los que la vida, de una parte le prueba con la muerte de su padre, y de otra le enriquece con el descubrimiento de su vocación cristiana al Opus Dei.
La etapa de Granada la he titulado “las ramas” y creo que ese título es apropiado en dos sentidos: en primer lugar, porque durante los pocos años que pasó allí su actividad no se limitó a la ciudad del Albaicín, sino que desde muy pronto se extendió a Madrid y a otras ciudades de la Península y de las islas Canarias. Hay testimonios de su actividad de conferenciante en Las Palmas de Gran Canaria y en Ceuta y Melilla. Pero, sobre todo, porque no olvidemos que en ellos pone en marcha, desde 1952, la Actualidad Española y dos años después Nuestro Tiempo; es decir, sale, como don Quijote, a sus dos primeras aventuras periodísticas y además inicia sus actividades políticas, primero en el seno de la Asociación de amigos de Maeztu y luego en contacto directo con don Juan de Borbón. En Granada efectivamente se forman ya las tres ramas en las que se dividió la actividad profesional de Fontán. Esas ramas – filología, periodismo, política- irían desarrollándose hasta dar las primeras hojas en los años de Pamplona.
Pamplona, en efecto, es la etapa en la que del árbol llamado Antonio Fontán brotaron hojas en abundancia. Esas hojas surgen en los árboles de un modo natural, y natural es también su desarrollo. Unas son caducas, otras perennes, todas comienzan una vida autónoma, pero todo el mundo sabe, y ellas las primeras, que deben su vida a la fecundidad del tronco del que han surgido. Entre las perennes, la más brillante es el entonces Instituto de Periodismo que tiene más que asegurada su continuidad en la Universidad de Navarra. Entre las segundas los centenares de alumnos, que necesariamente pasarán, pero que a lo largo de estos decenios han dado vida, y en no pocos casos tono, a numerosos órganos de opinión pública en este país y en muchos otros de Europa y América. En estos años las otras dos ramas – el quehacer filológico y la actividad política- quedan más en la sombra.
Ambas se pondrán, sin embargo en primer plano, desde el principio de su vuelta a Madrid en 1967. La primera de ellas, la filología, se hizo actual gracias a las oposiciones a la cátedra de Madrid, que no sacó; y la segunda, la política, porque ese aire tenía la aventura del diario Madrid a la que describo como una tormenta. Así me imagino yo en la vida de Fontán, en la vida de este árbol que había crecido y comenzado a extenderse en frondosas ramas, el tiempo que pasó al frente de ese proyecto. Fueron cuatro largos años de una tormenta esperada, incluso provocada, y pasajera pero no por eso menos violenta. Uno se pregunta: ¿cómo es posible que una persona tan comedida y equilibrada, que en toda su trayectoria vital no ha hecho más que cubrir con éxito las etapas que de él cabía esperar, que nunca ha tenido conflictos con nadie –por más que no le gustaran las reglas del juego que hasta ese momento había tenido que respetar, tanto en la docencia, como en sus “actividades extraacadémicas”-; cómo es posible –repito- que esa persona se desmelene, si se me permite el vulgarismo, de repente hasta alcanzar ese grado delirante de confrontaciones con el orden establecido y origine esos conflictos que acaban con la voladura –buscada y controlada, todo lo que se quiera- de un edificio en pleno Madrid, bajo la expectación de la opinión pública mundial? En las páginas del libro doy una explicación plausible de ese fenómeno.
Para mí en esta tormenta que arrostró Fontán de 1967 y 1971 jugó un papel esencial su amistad con Calvo Serer. Antonio admiró, desde el primer momento de su encuentro con él, la nobleza, la brillantez y el ímpetu con que Rafael acometía sus empresas y defendía sus convicciones. Y había tenido tiempo de observar y compadecer con fina sensibilidad la peregrinación en que se había convertido su vida desde 1942. Habían pasado 25 largos años en los que Calvo no había logrado el reconocimiento a su trabajo por el futuro cultural y político de España, ni vislumbraba la más pequeña esperanza de movilidad en una situación que estaba condenada por naturaleza a ser un paréntesis, entre dos capítulos de la historia de España.
Esta penosa situación provocaba en el ánimo de Fontán una reacción de solidaridad con el amigo que le llevó a dar un paso al frente y ponerse a su disposición en cuanto éste, en calidad de presidente de la empresa que editaba el diario Madrid, le pidió a finales de 1966 que asumiera, primero la función de editorialista, luego de delegado del consejo editorial ante la redacción y pronto, a partir de abril de 1967, el cargo de director.
Calvo era consciente de que la presencia de su amigo era imprescindible para que la empresa tuviera una mínima posibilidad, si no de éxito, al menos de pura supervivencia. “La gran misión suya –reconocía tiempo más tarde- fue contrapesar la tensión a la que yo sometía al periódico. Él lo situaba en un terreno de serenidad, de calma, con lo cual evitaba el choque con el gobierno, que se hubiera producido mucho antes. Es un hombre claramente culto y competente, y eso daba un enorme peso a la redacción”.
Con este órgano de opinión, Calvo Serer secundado por Fontán, pretendía ejercer una función de pedagogía política, que se echaba en falta desde hacía decenios, y que urgía a medida que pasaban los años y declinaba la vida de Franco.
Esta tormenta de la que vengo hablando, que posiblemente habría abatido a otros árboles, dejó el campo libre para que Antonio pudiera comenzar una nueva etapa de su vida; incluso me atrevería a decir que marcó un verdadero Wendepunkt, una cesura a partir de la cual se inicia un nuevo tramo con objetivos precisos, realizaciones concretas y satisfactorias en muchos de los campos que hasta ahora sólo habían empezado a perfilarse y no habían llegado a cuajar en flores y frutos, en buena parte por el continuo cambio de escenario.
A partir de este momento, no. Todo queda bien enfocado, fijo y comienza a madurar. Hasta este momento, Madrid había sido un campamento de campaña, más que un lugar de residencia. Ahora, no. Antonio busca puntos de apoyo fijos en la Universidad y en la actividad pública. Los encuentra al principio de un modo precario: en la Universidad Autónoma, porque no ha hecho ningún mérito para que le dejen arribar al puerto de la Complutense; y en la política, porque todavía debía hacerse una labor de catacumbas hasta que, pasados los años, fuera posible salir a la luz del día.
Esta nueva vida tiene una duración más extensa que la primera, porque si desde la cátedra de Granada hasta la desaparición del Madrid habían pasado treinta, ahora va a tener por delante cuarenta años. En ellos recoge abundantes flores y frutos que desde entonces acompañarán su paso por este mundo. En los capítulos que dedico a estos dos temas enumero tanto sus publicaciones en el campo del humanismo como los objetivos que logró en su vida pública. No los cito aquí porque son de sobra conocidos de todos los presentes y porque me urge ya llegar al apartado más importante de toda su vida.
Es difícil describir la clave de toda ella que queda reflejada en las páginas tituladas: la savia. A mi este capítulo me ha resultado el más sorprendente y a la vez el más conmovedor, entre otras cosas porque en él aparece, al menos que yo sepa, una nueva dimensión en la figura histórica del Fundador de la Obra: su estatura de gigante, haciendo de sus colaboradores figuras gigantescas.
Hasta ahora se han escrito miles de páginas sobre su vida y los impulsos que su actividad ha aportado a la vitalidad de la Iglesia en el siglo XX, pero a mi modo de ver quedan aún inéditas muchas de las consecuencias que provocó en la vida de cientos y cientos de hombres y mujeres de nuestra época el espíritu que aprendieron de labios de San Josemaría.
Entre ellos está Antonio Fontán quien, gracias a lo que aprendió de él, fue capaz de sacar adelante a lo largo de casi setenta años empresas de alcance inconmensurable.
Tras haber leído su correspondencia con san Josemaría y sus sucesores no me cabe la menor duda de que todo lo que Antonio fue capaz de emprender y sacar adelante, de un modo inteligente –porque esa es la obediencia que vivimos en el Opus Dei- lo hizo gracias a la fe que éste le inspiraba, con la conciencia clara y segura de que no existía otro camino para alcanzar el éxito definitivo y en buena parte también el de aquí abajo. Y evidentemente no se trataba tanto de triunfar ante los hombres, como a los ojos de Dios y su eternidad.
De todas las lecciones que aprendió de labios del Fundador y que fecundaron la actividad profesional de Antonio, voy a fijarme solo, brevísimamente -y como punto final- en dos que me parecen básicas, porque determinaron como ninguna otra su acción ciudadana. Son dos pasiones: el amor a la verdad y el respeto a la libertad. A nadie se le escapa que ambas en definitiva arrancan del Evangelio. De ahí la palabra del Maestro que nos trasmite san Juan, con la que he encabezado el libro: veritas liberabit vos. “La verdad os liberará”. Ambas realidades van de la mano, no solo en la teoría sino en la práctica. Esto lo expresa san Josemaría de forma lapidaria en una de sus homilías, cuando escribe: “La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres”. Aquí radica la clave que explica la vida y la obra de Antonio Fontán que he pretendido, aunque pobremente, describir en estas páginas.
¡Gracias!
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